jueves, 24 de octubre de 2013

Hemos perdido la conquista de una mujer

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¿Qué hemos perdido?
Para empezar este Blog, vamos hablar un poco de nuestros orígenes, del pasado y de las costumbres. A veces, no tenemos respuestas a nuestras inquietudes porque no miramos atrás.

Hemos perdido el encanto. Ahora todo se reduce al tiempo. Conquistar una mujer es casi, a día de hoy, una prueba contrarreloj. Incluso muchos de nosotros las tratamos como si fueran simples objetos, y apostamos con los amigos para ver quien es más rápido y más efectivo. Pero lo peor es que, esa prueba de contrarreloj ,al final se convierte en una prueba de resistencia, a ver quien aguanta más haciendo el imbécil detrás de una mujer, con frases inverosímiles y estúpidas bromas que solo conseguimos levantar la ceja de una mujer, seguido con un suspiro de indignación y una bomba de humo a lo batman.
“Fragmento de Giancomo Casanova
Mi madre me trajo al mundo el 2 de abril de 1725, en Venecia. Hasta mi noveno año fui estúpido. Pero tras una hemorragia, de tres meses, me mandaron a Padua, donde me curaron, recibí educación y vestí el traje de abate para probar suerte en Roma. En esta ciudad, la hija de mi profesor de francés fue la causa de que mi protector y empleador, el cardenal Acquaviva, me despidiese. Con dieciocho años entré al servicio de mi patria [Venecia] y llegué a Constantinopla. Volví al cabo de dos años y me dediqué al degradante oficio de violinista… pero esta ocupación no duró mucho, pues uno de los principales nobles venecianos me adoptó como hijo. Así, viajé por Francia, Alemania, fui a Viena… 
Un día en que su doncella le cortaba a la señora F. las puntas de sus largos cabellos en mi presencia, me distraía recogiendo los pequeños y bonitos mechones y los iba colocando sobre el tocador, excepto un mechoncito que me metí en el bolsillo, pensando que no se daría cuenta. Pero, en cuanto estuvimos solos, me dijo con dulzura pero un poco seria que le devolviese aquel rizo que había recogido. Me pareció que me trataba con un rigor tan cruel como injusto, pero obedecí y con aire desdeñoso arrojé el rizo sobre el tocador. 
— Caballero, estáis faltándome.
— No, señora. No os costaba nada fingir que no advertíais este inocente robo.
— No me gusta fingir.
— ¿Tanto os molesta un robo tan pueril?
— No es eso. 
Pero ese robo demuestra unos sentimientos hacia mí que a vos, que sois hombre de confianza de mi marido, no os está permitido alimentar.
Me encerré en mi cuarto, me desvestí y me eché en la cama. Me fingí enfermo. Por la tarde fue a verme y me dejó un paquetito al darme la mano. Cuando lo abrí, a solas, descubrí que había querido reparar su avaricia regalándome unos mechones larguísimos. Con ellos me hice un cordón muy fino, en uno de cuyos extremos hice poner un lazo negro, para poder estrangularme si alguna vez el amor me llevaba a la desesperación. El resto lo corté con unas tijeras, lo reduje a un polvo muy fino y le encargué a un confitero que en mi presencia lo mezclase con una pasta de ámbar, azúcar, vainilla, cabello de ángel, alquermes y estoraque. Aguardé a que las grageas estuvieran dispuestas antes de irme. Las guardé en una preciosa bombonera de cristal de roca, y cuando la señora F. me preguntó su composición le dije que tenían algo que me obligaba a amarla.

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